Es indiscutible que las nuevas culturas de la humanidad exigen una profundización en el concepto de pecado que además de la responsabilidad personal y la dimensión trascendente, tenga en cuenta las antropologías con las cuales se alimenta, las instituciones sobre las cuales se apoya y las consecuencias que dicho pecado provoca en todos los niveles del orden social.
Conversión no es entonces solo retorno al Padre sino también anunciar la Buena Nueva y denunciar el pecado colectivo para hacer ver a todos la co- responsabilidad de los males producidos en la colectividad, por los pecados personales. Es necesario seguir prestando atención a los pecados sociales o sea a aquellos que son efecto de una responsabilidad compartida por muchos y que por eso tienen consecuencias en la sociedad.
Una de las principales formas de pecado colectivo es el llamado en las últimas encíclicas, el pecado estructural o sea el que está relacionado con las estructuras mismas de pecado como por ejemplo las injusticias sociales que afectan a la gran mayoría de la población y que nacen de planteamientos inmorales hechos de los altos niveles directivos de las instituciones sociales, políticas, económicas, financieras y religiosas y que nacen también de las estructuras sociales mismas.
Se trata de manejar entonces una conversión estructural al actual pecado social para lograr la verdadera liberación del hombre.
Necesitamos revisar la dimensión política de la reconciliación no sea que continuemos en unas reconciliaciones meramente rituales o sacramentales sin repercusión en la vida ordinaria de nuestros hermanos. Necesitamos es, hacer una revisión a las estructuras de pecado, para llegar a la reconciliación por los caminos de la justicia.
La constatación de la existencia de unas estructuras sociales que están determinando gran número de injusticias humanas fruto del irrespeto por los derechos del hombre, no debe desviarnos de la responsabilidad humana individual y de la conciencia personal que percibe el mal deseando el bien y el amor a la justicia, para aspirar a la verdadera fraternidad, a la paz y a la reconciliación.
Así pues el sacramento de la reconciliación no puede reducirse a confesar faltas o a recibir una absolución como signo de perdón, este sacramento es un reto permanente para trabajar por la paz, por la unidad, por la dignidad del hombre y sus legítimos derechos. Este sacramento es un reto de todos los bautizados ante los más desprotegidos y necesitados, luchando por un orden social justo y por una conducta moral recta. Se trata de trabajar contra la actual corrupción en la cual todos estamos inmersos, en una palabra, es trabajar por una convivencia que reconozca con hechos que el hombre, que todos los hombres y mujeres del mundo forman parte de la familia de Dios. La penitencia debe ayudarnos entonces a ver las luces y las sombras que iluminan u obscurecen la verdad de todo cristiano y sus realidades.
La teología del pecado y de la gracia constituye el verdadero trasfondo sobre el que se perfila la estructura y la dinámica del sacramento de la reconciliación.
Sabemos que alrededor del sacramento en cuestión, ha habido una serie de ideas confusas, falsas y desenfocadas sobre el pecado y sobre la obra de la justificación las cuales han llevado a la iglesia a una concepción también equívoca y falsa de la reconciliación y por eso su renovación tiene que partir de una adecuada interpretación de las realidades del pecado y de las realidades de la gracia a la luz de la revelación y desde el hombre de hoy en un mundo concreto que lo rodea. Una de esas realidades es la misma Iglesia como sacramento, señal o instrumento de la íntima unión con Dios y con todo el género humano. Pero también vista como pecadora pues no siempre ha emprendido las acciones necesarias para alcanzar la reconciliación y la unión entre los cristianos mediante una sincera renovación y conversión interior que la lleven a manifestar con el ejemplo su fidelidad al Evangelio y a la doctrina del Señor. La conversión interior constante y por tanto la práctica de la verdadera penitencia es decir la penitencia vista y vivida desde la perspectiva de metanoia, constituye un medio indispensable para que todos los bautizados participen de la santidad de la iglesia y para ésta a su vez sea signo de santidad en el mundo.
El pecado no es entonces únicamente una ofensa hecha a Dios es también una herida que se hace a la comunidad, a la sociedad, a la fraternidad, a la iglesia misma pues ella es una realidad visible y sacramental para el mundo de ahí que los pecados no solamente afectan las relaciones personales del hombre con su Señor sino a la institución a la cual pertenece, en este caso la iglesia, pues se oscurece su rostro ante la humanidad y se hiere directamente a su misión cual es la de ser y vivir para Evangelizar.
En cuanto a la renovación del sacramento de la reconciliación también hemos de tocar la cuestión que hoy apenas si se aborda pero que muy seguramente tenemos que planteárnosla y es la de investigar a fondo, si el presbítero es el único ministro del sacramento de la reconciliación pues desde las raíces neo testamentarias, encontramos textos (Mateo 18,15-18) en donde se confía un papel determinante para este ministerio, a cualquier miembro de la iglesia siempre y cuando esté bautizado, costumbre que vimos se realizaba en la edad media. Hoy con la eclesiología de comunión se recuerda que la iglesia como pueblo sacerdotal, debe actuar en forma diversificada ejerciendo la obra de reconciliación con el concurso y participación de todos los bautizados
¿No será que hemos de plantear una renovación tal, que las mujeres, comenzando por las religiosas, reciban en las prisiones, en los hospitales, en las universidades, confidencias que terminan siendo auténticas confesiones?, Si los “penitentes” han deseado de todo corazón el perdón de Dios, las confidencias se pueden convertir en verdaderas confesiones, en lugar de confiarle a un confesor muchas veces desconocido, todo aquello que se le dice a quien se le tiene una confianza total.
Es un poco la idea de refortalecer el papel de los padrinos que así como los hay en el bautismo, la confirmación, el matrimonio y la ordenación debería también haberlos en el sacramento de la reconciliación.
En otras ocasiones, unos cristianos de confianza y especialmente preparados, escuchan a otros que están en circunstancias especialmente difíciles y para los cuales hacen el papel de “ministros del testimonio” o sea de (padrinos) para acoger y perdonar a aquellos que en un momento les confiaron sus secretos más íntimos en busca del perdón del Señor. De esta manera todo bautizado consciente de su misión y de su vocación evangelizadora debería ser ministro de la reconciliación sin necesidad de acceder al presbiterado.
Hemos de constatar que la excesiva fidelidad a los cánones que regulaban la celebración del sacramento de la penitencia y la estricta concepción de pecado que se ha mantenido durante tantos siglos, contribuyó a mantenerlo dentro de una estrecha rigidez jurídica lo cual opaco la dimensión eclesial y litúrgica del sacramento y por todo esto nos encontramos frente a una inocultable crisis sobre la cual ya nos hemos detenido. Por eso para promover una auténtica renovación es preciso tener presente el valor de las formas del sacramento y la teología del mismo procurando integrarlos en las reflexiones teológico-pastorales de hoy y en nuevas formas de celebración que debemos encontrar.
Necesitaremos excluir con conciencia clara los contravalores que se han adherido al sacramento para evitar nuevos vicios y nuevas crisis.
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